"Folihólico (Le pregunté si se encontraba bien...)"
Exposición "Lo que la hoja te cuenta" Tertulia Literaria "Rascamán"
FOLIOHÓLICO (LE PREGUNTÉ SI SE ENCONTRABA BIEN...)
Primordio Navarro tiene una rara obsesión por las hojas, no las de papel, las de los árboles. A muchos nos gratifica recoger hojas y ponerlas a secar entre las páginas de algún libro, sobre todo en épocas de nostalgias y suspiros. Para él, este asunto es fundamental, tanto como comer, aún más, como respirar, vaya.
Cuando lo conocí cargaba un anticuado portafolio de cuero marrón. Había pertenecido a su tío Meristemo, hermano de su abuela a quien la guerra arrancó de cuajo las posibilidades de terminar sus estudios de biología. No se casó y no tuvo hijos. Mostraba un cariño especial por Primordio. Con frecuencia, emprendían largas caminatas. Le hablaba sobre la dinámica del agua y el carbono, de cómo los árboles se alimentan de luz, de los hábitos de las hojas, de la clorofila. Del porqué el tamaño de las hojas depende de la temperatura. Le habló de aquellas que se quedan, de las que se van después del verano y desaparecen en invierno bajo la nieve. Recolectaban las más lindas o raras para después estudiarlas.
Meristemo Girón murió como un buen biólogo y un empleado irresponsable. Solía llegar tarde al trabajo arguyendo tener citas con el médico cuando en realidad disfrutaba al caminar por las mañanas entre por las arboledas. Era principios de otoño cuando una ventisca inesperada tiró las ramas de varios arces. Por desgracia, una de ellas partió en dos la cabeza del tío Meristemo. Sí, las plantas también pueden ser injustas, incluso perversas. ¡Él que tanto las admiraba!
Fue así como Primordio, a los doce años, heredó el anticuado portafolio de cuero marrón, la colección de caducifolias, la de las hojas perennes y sus apuntes sobre los efectos de estrés post traumático en los árboles afectados por los bombardeos e incendios durante la guerra civil.
No, no estudió biología, Primordio es contable. Pero la manía de clasificar hojas quedó impresa en su ADN. Pronto, el portafolio le fue insuficiente; se le puede ver durante sus paseos con una variedad de tuppers de plástico donde, con todo esmero, almacena tanto hojas secas como vivas. Debo admitir que antes de arrancar alguna, siempre pide permiso a su ramificado proveedor y le agradece con caricias y un abrazo prolongado al tronco.
Como buen contable, el listado es impecable, anexa estadísticas y gráficos, predicciones sobre el número de hojas que cada árbol mudará al año, sobre la varianza de colores y tamaños, calcula las probabilidades y los coeficientes de variación de cada especie. Relaciona lo que le cuentan las hojas con los acontecimientos que suceden a diario. Accidentes de tráfico, atascos, manifestantes, disidentes políticos, de género, estudiantes, obreros, ambulancias y coches policiacos con sirenas estridentes, construcciones y motocicletas. Evalúa el crecimiento del tronco y la abundancia de follaje con la coincidencia de conciertos al aire libre o de aquellos que se localizan cerca de los juegos para niños, con los que crecen en rincones donde las parejas se besan y follan esperando no ser descubiertas.
Prefiere hablar con los árboles que con las personas, sobre todo de filosofía y física cuántica.
Su escritorio, está frente al mío. Desde hace algunos días he dejado de ver los tuppers y el portafolio de cuero marrón. No ha salido de paseo durante el descanso. Almuerza en su escritorio. Le pregunté si se encontraba bien.—Estoy bien— me contestó —me preocupan las estadísticas.— ¿De cuál de las empresas, Primo? (Como le digo yo aunque no sea de mi familia)
—No, ésas están al corriente. Me refiero a las hojas caducas. Según mis cálculos, cada árbol cuenta con un número límite. Los árboles respiran, se nutren y mueven a través de sus hojas, así que cuando ya las han gastado todas, el árbol muere —remató enfático.
No supe qué contestar. Estuve a punto de preguntarle si las raíces o la falta de lluvia no serían variables a considerar, pero Primordio continuó explicando, no me miraba, parecía dirigirse a la ventana, o mejor dicho, al fresno que está tras ella.
—Me he puesto a pensar que nuestro cuerpo, al no producir hojas, debe tener los pasos contados, pero no encuentro la fórmula para calcular cuándo damos el último.
—El día que la descubras, no me lo digas —le respondí riendo. Él también sonrió sin levantarse de su silla.
Las estadísticas no siempre son confiables, pero yo, por precaución, desde entonces, elijo con cuidado los lugares donde gastar mis pasos. ¿Y tú?
Carmen Padín
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